Durante el siglo XV,
fueron los navegantes portugueses los que más habían ensanchado el mundo que
conocía Occidente. A lo largo de esa centuria, los predecesores, contemporáneos
y quienes siguieron el afán explorador de Enrique el Navegante o Vasco da Gama,
en suma, habían tocado las costas del Brasil, bordeado prácticamente todo el litoral africano, tocado parte
de las orillas de India y hecho algún escarceo por las costas de Groenlandia y
América del Norte, lo que no era poca cosa.
Pero desde puertos aún ignorados
por las metrópolis europeas, otros viajeros, sin contar con galeotes o
instrumentos de medición tan sofisticados, iban haciendo sus propios trazos, a
punta de balsas y velas, en ese vasto fresco geográfico que es el mapamundi. Y
los antiguos peruanos no fueron precisamente ajenos al antiguo y venerable arte
de hacerse a la mar. Túpac Yupanqui (1440-1485) -hijo de Pachacútec, décimo
inca del Cusco y segundo emperador del Tahuantinsuyo- fue no solo el
responsable de la más importante expansión territorial inca, sino además el
líder de una expedición marina que marcaría un hito en la historia de la
navegación, al haber arribado, por primera vez, a las islas de Mangareva y
Pascua, convirtiéndose ni más ni menos que en el descubridor de Oceanía. Pero no
sería esta la primera de sus aventuras oceánicas.
Cuando se hallaba en pleno
proceso expansionista por la costa norte del Pacífico, entre los actuales
territorios de Perú y Ecuador, Yupanqui tuvo ocasión de conocer de cerca la
habilidad para la navegación que tenían los lugareños y, más aun, basado en sus
relatos, dedujo la posibilidad de que existieran tierras desconocidas en el
centro del océano. Y no se equivocó, pues aquello que excitaba la imaginación
del inca eran las Islas del Poniente. Rumbo a las Galápagos A 965 kilómetros de
las costas de Ecuador se encuentran las islas Galápagos, un archipiélago de
trece islas que distan entre 85 y 100 kilómetros entre sí. Su aspecto es
volcánico, su flora pobre; pero su fauna, en conjunto, debe haber sido lo más
cercano al paraíso que conoció Charles Darwin, el gran naturalista del siglo
XIX.
Pero algunos siglos antes, Túpac Yupanqui habría arribado a la Isabela, la
isla mayor del conjunto, identificada en el imaginario mítico como Isla de
Fuego o Ninachumbi, pero el inca no habría logrado dar con el oro ni las
personas mencionadas por sus informantes, información que además corroboró el
nigromante Antarqui, que acompañaba al inca en todos sus viajes. La Isabela,
pues, estaba deshabitada. Yupanqui, por otro lado, tenía otras motivaciones
para emprender este viaje, más allá del simple afán de riqueza. Una de ellas,
acaso la más poderosa, era que en el mar del Hurín Pacha (mundo de los nacidos)
moraba Kon Ticsi Huiracocha, de modo que el viaje encerraba también un propósito
místico-religioso, ya que pretendía un encuentro con el Hacedor del Universo.
Lo cierto, en todo caso, es que habría estado deambulando, maravillado, entre
enormes tortugas, iguanas de más de un metro de longitud e imponentes lobos
marinos, para no olvidar por lo menos veinte especies de aves, como cormoranes,
rabihorcados, pájaros bobo o pinzones. Pero de oro nada y de Kon Ticsi menos.
Es obvio que volver al Cusco solo con el recuerdo de una fauna extraña no
correspondía a su investidura. Por eso decide proseguir su viaje, sin saber que
cruzaba la línea equinoccial, para dirigirse a Auachumbi, la Isla de Afuera,
que en realidad debe haber sido Terarequí, la más grande de las Islas de las
Perlas, en mar panameño. Terarequí era llamada también Isla Rica, Isla del Rey
e Isla de las Flores y en su "Décadas del Nuevo Mundo", el erudito
italiano Pedro Mártir de Anglería aseguraba que allí podía uno pasársela
opíparamente alimentado, debido a su abundancia de frutos, peces, ciervos,
conejos y otros manjares en medio de su verdísima exhuberancia tropical. Y de
esa misma isla, o tal vez de la costa panameña, debieron provenir los trofeos
que exhibió el inca al retornar a la ciudad imperial: hombres de piel oscura
-melanodermos, que pudo recoger también en Oceanía o en la Isla de Pascua- y
cueros y restos de animales desconocidos, que algunos cronistas de Indias
confundieron con un caballo.
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