Treinta años después de la guerra de los 73 días que, entre el 2 de abril y el 14 de junio de 1982, enfrentaron a Argentina y a Reino Unido por el control de las Malvinas, las más de 700 islas que forman el archipiélago controlado por los británicos desde 1833, en su mayor parte desiertas, están mejor defendidas que nunca. Con unos 1.300 soldados, uno de los destructores más modernos (el Dauntless) de camino, un submarino nuclear (seguramente sin ojivas) y un escuadrón de aviones Typhoon, Reino Unido deja claro que no tiene ninguna intención de negociar la soberanía y, mucho menos, de ceder su control.
La denuncia de militarización de la zona, repetida durante meses por la presidenta Cristina Kirchner y presentada oficialmente el 10 de febrero de 2012 por el embajador Héctor Timmerman en Naciones Unidas, no ha recibido ningún apoyo importante. Nadie se ha ofrecido como mediador y el departamento de Estado, por medio de su portavoz, Victoria Nuland, se ha puesto, como era de esperar, al lado de su principal aliado.
Los destructores tipo 45 de la Armada británica HMS Dauntless (delante) y HMS Daring durante unas maniobras militares en la costa de la Isla de Wight. Añadir leyenda |
Londres niega la militarización, califica de rutinario el despliegue del Dauntless y del submarino nuclear, e insiste, igual que sobre Gibraltar, que cualquier cambio del estatus de Malvinas —Falklands— depende de los malvinenses (kelpers): unos 3.145, con una de las rentas más altas del mundo (64.000 dólares) gracias a las licencias de pesca, que representan aproximadamente la mitad de los ingresos: unos 200 millones de dólares en 2011.
Argentina, que siempre ha reclamado la soberanía sobre las islas como herencia de la Corona española, ha endurecido su posición y ha multiplicado sus críticas desde que, a comienzos de 2010, las autoridades locales, siempre guiadas por Londres, empezaron a hacer concesiones unilaterales a empresas británicas para la exploración de gas y petróleo. Como señala Daniel Montamat, ex presidente de YPF, con 13.700 barriles por día, lo mínimo que se espera sacar a partir de 2016 si se cumplen las previsiones, la renta de las islas aumentaría en unos cien millones de dólares, más que suficiente para que a Londres le saliera gratis su defensa y se planteara en serio un cambio de estatuto, tal vez pensando en un estado libre asociado como Puerto Rico. «Las concesiones unilaterales de licencias de explotación (...) son una escalada del conflicto, pero pueden transformarse en la punta del ovillo para retomar el diálogo», explica Montamat. «Bajo el paraguas de la soberanía, las negociaciones deberían orientarse a la discusión de la renta del petróleo que puede extraerse en la zona». Las empresas británicas ya han invertido 1.500 millones de dólares en varias plataformas de exploración y tienen previsto invertir otros 2.000 millones en los próximos años.
Brasil, probablemente, ha tomado un partido mucho más explícito por Buenos Aires porque no quiere a los británicos tan cerca de sus yacimientos. Como únicas armas de presión, aparte de la retórica, por ahora inútil cuando no contraproducente, Kirchner ha conseguido declaraciones de apoyo de las principales organizaciones regionales y de los países latinoamericanos, y trata por todos los medios no militares de elevar el precio de la colonia para los británicos. Ha prohibido el amarre en puertos argentinos de los barcos que participen en la explotación de recursos naturales en las islas y dos países vecinos (Brasil y Uruguay) se han solidarizado con dicha sanción. La gobernadora de Tierra de Fuego, Fátima Ríos, siguiendo instrucciones de Casa Rosada, ha prohibido a dos cruceros atracar en Ushuaia y el ministro argentino de Industria ha pedido el boicot de los productos británicos. La respuesta de Londres no se ha hecho esperar y la UE ha advertido a Buenos Aires que, como espacio comercial integrado, cualquier boicot de productos británicos se considerará un boicot de todos los productos europeos y la UE responderá en consecuencia.
La solidaridad expresada por cantantes como Serrat, Sabina y, sobre todo, por ser británico, Roger Water —los tres en giras de conciertos por Argentina en marzo de 2012— alimenta el sentimiento casi unánime de los argentinos a favor de su reclamación, pero no avanza un centímetro la solución del conflicto. Consciente de los riesgos de calentar demasiado la hoguera, la propia Kirchner ha propuesto a Londres renegociar los acuerdos de vuelos —prohibidos desde Argentina a partir de 1982 y sustituidos por un vuelo semanal desde Punta Arenas (Chile) que, una vez al mes, hace escala en Río Gallegos— para iniciar tres vuelos semanales de Aerolíneas Argentinas desde Buenos Aires. Londres y la Autoridad de las Malvinas no se fían.
Aniversarios como el de este año, con viajes de parlamentarios británicos especializados en defensa y, mucho más importante por su valor simbólico, las seis semanas que el príncipe Guillermo permaneció en Malvinas combinando entrenamiento militar y gestos de apoyo, sólo sirven para atizar la hostilidad y reabrir heridas. Los dirigentes argentinos lo ven como otra provocación, a la que tienen que responder. El 14 de febrero, en Clarín, el internacionalista Jorge Castro atribuía la reactivación del conflicto diplomático en los últimos meses a cuatro factores: el nuevo contexto internacional tras la crisis financiera global de 2008; la probada riqueza pesquera y, sobre todo, la posible riqueza petrolífera de la zona; la recobrada influencia de Argentina en la región; y la autonomía creciente de la Autoridad Política de las islas. Otros ven en la tensión actual intentos de uno y otro país de desviar la atención de sus problemas internos. En Argentina algunos han visto siempre en las raíces de los Kirchner, en la Patagonia, la región argentina más próxima al archipiélago, una explicación de su interés especial por mantener vivo el conflicto.
Afirmar que ha terminado la hegemonía unipolar estadounidense y que «su lugar lo ocupa ahora una nueva plataforma de gobernabilidad del sistema mundial, el G-20 (…), de la que Argentina es miembro» encierra una parte de verdad y, a la vez, es una simplificación de una realidad mucho más compleja. Deducir de ello que Argentina está en mejores condiciones que hace 30 años para ganar al Reino Unido en un pulso, diplomático o militar, sobre las Malvinas, sería otro trágico error que no depararía nada bueno para Argentina ni para sus amigos, entre los que se encuentra España, primer inversor hoy en el país.
Pensar que, con el desplazamiento del centro neurálgico global hacia Asia y el Pacífico, Reino Unido —por su necesidad creciente de los mercados asiáticos y brasileño— no volvería a impedir con todos sus medios un cambio forzado del estatuto internacional de las Malvinas sería otro trágico error, que la democracia argentina de hoy pagaría tan caro o más que la dictadura militar de Galtieri en 1982. Como democracia y productor importante de alimentos, Argentina está mejor situada en el sistema internacional hoy que entonces, pero no para enfrentarse a Reino Unido. Si lo hace, volvería a encontrarse sólo con el apoyo retórico de América Latina. La UE, la OTAN, EEUU y las grandes potencias asiáticas no moverían un dedo en su favor, como no lo hicieron hace 30 años. Dejando su futuro, como el gibraltareño, a su voluntad, Reino Unido mata dos pájaros de un tiro: se carga de razón moral y democrática, y sigue controlando un territorio estratégico.
Si todas las guerras árabe-israelíes, menos la de la independencia (1948), se pueden explicar por el control del agua, las principales tensiones entre Argentina y Reino Unido por las Malvinas desde la llegada de los Kirchner a la Casa Rosada en 2003 están relacionadas con el petróleo. Tras la derrota de 1982, la petrolera argentina YPF perdió el monopolio en el suministro de energía a las islas y la aerolínea LADE el servicio exclusivo de vuelos que había tenido desde Comodoro Rivadavia a Puerto Argentino (Port Stanley) desde 1971. Tras confirmarse la posibilidad de unas reservas de 60.000 millones de barriles en el subsuelo del espacio marítimo del archipiélago, Londres y Buenos Aires firmaron un acuerdo en 1995 que fijaba los términos de exploración y explotación de dichos recursos, pero Argentina se retiró unilateralmente del pacto en 2007.
Para Reino Unido, gobernado hoy por el mismo partido conservador que abanderó, con Margaret Thatcher en Downing Street, la respuesta militar masiva del 82, el 30 aniversario es una oportunidad de reafirmarse como gran potencia a pesar de los cambios neurálgicos en el sistema internacional de los últimos decenios. En lo que los kelpers llaman el campo, el príncipe verá de primera mano por qué nadie —franceses, españoles, argentinos y, finalmente, británicos— se tomó en serio durante siglos unas islas en las que, en 1982, por la locura de una dictadura criminal obsesionada por legitimarse con una guerra nada menos que contra la segunda potencia militar del mundo, se perdieron 907 vidas en nueve semanas: 649 argentinas, 255 británicas y tres de civiles malvineses.
Sin la esperanza del petróleo y la riqueza pesquera, Malvinas seguiría siendo un pueblo, Puerto Stanley, rodeado de ariscos, rocas peladas, sin apenas un árbol, medio millón de ovejas y un puñado de pastores, atracción turística por sus colonias de leones marinos y pingüinos, y poco más. En el pueblo (town), el príncipe tuvo la oportunidad de visitar la cárcel, con dos o tres presos, la comisaría, el café-salón de té, el campo de fútbol y una escuela de primaria y otra de secundaria, con un total 250 alumnos que, en este curso, por primera vez, estudiarán español como asignatura obligatoria.
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